El Hombre
Julio C. Martínez A., oriundo de Rivas, Nicaragua, fue un ser humano con gran corazón, determinación férrea y un inmenso deseo de triunfar. De origen humilde, desde muy joven se creó una meta: quería ser alguien en la vida y deseaba, de igual manera, que todos lo fuéramos, como nos lo comunica en este mensaje:
Aprendamos a vivir, aprendamos el arte de saber vivir. No seamos personas como hay muchísimas, que vienen a este mundo, crecen, se multiplican y mueren sin dejar ninguna huella o recuerdo. No, señores; enseñémosle a nuestra familia, que vive a nuestro lado, que somos capaces de aprender a saber vivir; y cuando ya no estemos aquí, se nos recuerde como personas que por lo menos hicimos lo posible por aprender a saber vivir.
Con este propósito, desde muy joven se trasladó a la capital, Managua, donde —a través del trabajo constante— llegó a construir un emporio automovilístico que trascendió los límites de Nicaragua. Fue reconocido y respetado a nivel centroamericano y llevó su mensaje hasta los Estados Unidos y Japón.
Fue un hombre que, en la dura y difícil década de los treinta, se forjó a sí mismo. Se propuso triunfar y lo logró. Ni siquiera la gran depresión económica mundial que se inició en 1929, como tampoco el terremoto que azotó la ciudad de Managua en 1931, lograron desviarlo de su cometido.
Pero su idea de triunfo no se limitaba al éxito en los negocios. Él quería triunfar en la vida. Y lo demostró siendo un gran hijo, un gran padre, un gran esposo y un gran ser humano. Fue un filántropo sin alardes ni aires de grandeza; un filántropo de corazón que nunca olvidó sus orígenes. Fue amigo del pobre y del rico. Para Julio Martínez lo que contaba, por encima de todo, era la esencia del ser humano.